Las relaciones entre Estados Unidos y China se encuentran en un punto bajo. Aranceles muy superiores al 100% en ambas partes han mermado el comercio. Ambos países se esfuerzan por dominar tecnologías del siglo XXI como la inteligencia artificial (IA). Se está produciendo un masivo desarrollo militar. En la anterior Guerra Fría, estas rivalidades alcanzaron su punto álgido en momentos críticos como el puente aéreo de Berlín y la crisis de los misiles de Cuba. Hoy en día, es probable que la determinación estadounidense se ponga a prueba en Taiwán, y antes de lo que muchos creen.
China reclama Taiwán como suyo y afirma estar preparada para invadirlo, especialmente si Taiwán declara su independencia. Pero Taiwán desea continuar como una democracia autónoma. Estados Unidos concilia esta contradicción con una precaria ambigüedad. Trabaja para evitar que Taiwán se separe formalmente, aunque se opone al uso de la fuerza para resolver la disputa y vende armas a Taiwán sin garantizar su seguridad.
En los últimos años, este impasse se ha vuelto cada vez más tenso. Las tres últimas elecciones presidenciales en Taiwán han sido ganadas por el Partido Democrático Progresista (PPD), que se inclina por la independencia. Desde 2010, la importancia económica de la isla se ha disparado a medida que una empresa local, TSMC, ha llegado a dominar la fabricación de semiconductores avanzados, incluidos los destinados a la inteligencia artificial. El gasto de defensa de China se ha triplicado en dólares actuales, erosionando la que fuera la decisiva ventaja militar de Estados Unidos en Asia. Los estrategas estadounidenses se aferran a la esperanza de que, mientras su país pueda mostrar con credibilidad su disposición a luchar, el presidente chino, Xi Jinping, aplazará su objetivo de toda la vida de unificar China. Una guerra por Taiwán sería una catástrofe: ¿por qué se apresuraría Xi a apostar su legado y el futuro del Partido Comunista en una invasión que podría salir desastrosamente mal?
Hoy, tres factores han puesto todo esto en duda. En primer lugar, con Trump, Estados Unidos está perdiendo su poder de disuasión. El presidente y sus partidarios de línea dura hablan de paz mediante la fuerza. Presentan su guerra comercial y su distanciamiento de Europa como evidencia de que está colocando la rivalidad de Estados Unidos con China en el centro de su política exterior.